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Lima, ese viejo álbum de fotos

  • Foto del escritor: Luis Vilchez
    Luis Vilchez
  • 26 sept 2024
  • 4 Min. de lectura

Si hace un mes alguien me hubiera dicho que iba a viajar a la ciudad en que nací, no lo hubiera creído. En mi mente, la idea de mi próxima travesía en avión era el regreso a Granada, España. Pero un diagnóstico médico apresurado hizo que las cosas cambiaran


Es la madrugada de un sábado y yo deambulo por el aeropuerto de Ezeiza. Desde hace una semana, arrastro un fuerte resfriado, con dolor de cuerpo y fiebre intermitente. Si estuviera en época de COVID, seguro no me dejarían subir al avión con ese cuadro. Me hisopé horas antes de viajar y el resultado fue negativo, igual que el que me habían dado un par de noches atrás.


Ezeiza está muy cambiado. No presté atención a esos detalles el 30 de marzo, cuando volví de España masticando mi derrota por no haber podido conseguir un trabajo y quedarme. Pero ese destino incomprensible tenía una especie de misión que debía cumplir en los próximos meses.


Tras un tranquilo vuelo de cuatro horas, estaba listo para aterrizar en Lima. Abrí la cortina del avión cuando escuché al piloto anunciar que nos acercábamos a la capital peruana. Una pareja de argentinos, que parecía que era su primera vez en el país, miraban por la ventana y se preguntaban dónde estaba Lima. “Debajo de todas esas nubes hay una ciudad enorme”, les dije mientras el avión rompía ese colchón de algodón para, unos minutos después, contemplar el mar de Grau. Cada vez que eso sucede, es imposible no pensar en el Fokker que se estrelló en Ventanilla con el equipo de mi querido Alianza Lima, allá por 1987.


Como otras veces, mi llegada era una sorpresa para mi papá, quien era el único que se encontraba en Lima. Mi mamá y mis hermanas están en Estados Unidos. Como casi siempre, Karl, mi amigo de la infancia, fue a buscarme al aeropuerto. Para entonces, mi cuerpo ya sentía las consecuencias de la fiebre. Tras buscar mi equipaje, vi a mi amigo acompañado de su esposa. “Vamos a comer un ceviche”, me dijo. Descarté la idea de inmediato. Le conté sobre el resfriado y la fiebre. “Bueno, vamos al Bolivariano a comer algo suave”.


Lima se me hace cada vez más extraña. Muchos de los lugares que conocía ya no existen. En marzo de 2006, me fui con la promesa de volver, pero terminé quedándome en Buenos Aires. Luego viví un par de años en Israel, y hoy estoy de nuevo en la Ciudad de la Furia.

Tras media hora de viaje, me encontraba comiendo una causa acevichada y bebiendo chicha morada “al tiempo” en el Bolivariano, lugar al que solíamos ir a beber pisco con ginger ale los viernes por la noche cuando vivía en Lima. Aunque no nací en Pueblo Libre, la mayor parte de mi vida la pasé allí. Sus calles vieron transitar mi infancia, adolescencia y juventud, las dos últimas épocas bastante convulsionadas. El recorrido post-almuerzo, con la fiebre aumentando, me hizo sentir como si estuviera en un sueño. ¿Realmente estaba en Lima?


Después de unas horas en casa de mi amigo, y con mucha fiebre, decidí llamar a mi papá para que la sorpresa ya no fuera tal. “Hola, pá. ¿Dónde estás? ¿Estarás a las 4 en tu casa? Llegué hace un rato a Lima y creo que tengo fiebre y quiero descansar”. Del otro lado, mi papá me dijo que estaba en una reunión con unos tíos, pero que saldría de allí y nos encontraríamos en su casa.


No noté sorpresa en su voz; creo que dudaba de que realmente estuviera allí. Mientras esperaba que pasaran los minutos, miraba desde el balcón del living el parque de La Cruz. Hace unos 40 años, ese lugar era otra cosa: un parque poco cuidado con una cruz en medio que también servía de cancha de fútbol para la horda de niños que andaban por las calles sin peligro alguno.


Me despedí de mi amigo y su familia y, aún con fiebre, decidí caminar por la cuadra 2 de Barcelona, la calle donde viví durante unos 13 años. ¡Qué alejado estoy de la vereda! Tal vez los 38 grados han traído a mi cabeza el recuerdo de mi visión infantil de esas veredas que aún recuerdo de memoria. Algunas no han sido reparadas desde los 80.


Mientras caminaba lentamente con la pequeña valija, repasaba mentalmente los nombres de los vecinos y cómo eran las casas que hoy han sido reemplazadas por horribles edificios. Al igual que el resto de Lima, Pueblo Libre se ha visto invadida por esas enormes edificaciones que albergan muchas familias que ni siquiera se conocen entre sí. Hay mucha gente nueva, no conozco a nadie. Todos ellos desconocen que un domingo, como aquel día a esa hora, esa calle estaba llena de chiquillos que jugaban encarnizados partidos de fútbol donde los arcos eran dos enormes piedras.


Estoy en la puerta de lo que fue mi casa; el edificio verde lleva un número enorme en la entrada. Hasta el nombre de la calle lo cambiaron, como tantas otras de ese distrito. Pueblo Libre tenía la característica de que sus calles llevaban nombres de distintas ciudades de España, y los más viejos las seguimos llamando como antaño.


Los recuerdos de mis padres, mi fallecida abuela y mi hermana vienen a la mente. ¿Cuándo fue la última vez que acompañé a mi abuela a pagar la factura de agua? Tenía poco más de 9 años; ella caminaba y yo iba con mi skate casi a su lado. El local de Sedapal estaba a unas 15 cuadras y yo iba feliz a su lado. ¿O cuándo fue la última vez que mi papá estacionó el auto, aquel viejo Volkswagen escarabajo que heredé años después, y bajó con su overol de piloto luego de estar 15 días fuera de casa? Todo eso, mezclado con la fiebre, hace que el aturdimiento sea similar al de un sueño.


Estoy parado en la esquina de Bolívar con Sucre. “Estoy esperando un taxi donde estaba la farmacia Stella Maris”, le dije a Karl por WhatsApp. Se ríe y me contesta: “Viejo de mierda”. Es que aquella botica dejó de existir en 2006.


Es el primer día de diez en los que preferí acompañar a mi papá a los turnos médicos, disfrutar de su compañía y reunirme con los amigos más cercanos. ¿Quién sabe cuándo volveré? Como digo en tono de broma cada vez que estoy en Lima: “Vine a recoger mis pasos”.

 
 
 

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