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Morir en Buenos Aires una tarde de primavera

  • Foto del escritor: Luis Vilchez
    Luis Vilchez
  • 9 dic 2024
  • 7 Min. de lectura

 Así como uno no decide dónde nacer, tampoco decide dónde será el final de su existencia. La mía fue en una calle, frente al volante del taxi que fue mi compañero durante muchos años. Por unos pocos segundos no fui famoso; hasta en eso la suerte me fue esquiva.


Siempre me imaginé que el final sería en una cama de hospital o en mi casa, nunca que fuera en plena calle, específicamente en la esquina de Luis María Drago y Araoz, en el barrio de Villa Crespo. Aquella mañana hice lo siempre, me desperté temprano, cuando el sol estaba saliendo, me bañé y mientras lo hacía pensaba que era un día más en mi vida, esa vida tan predecible arriba de un taxi, por no decir aburrida.


Mientras que tomaba unos mates miraba el canal de noticias y entre todas las cosas malas y horribles que pueden pasar en esta ciudad me fijé que iba a ser un día caluroso. Me despedí de la vieja y mientras bajaba por el ascensor sentí algo extraño. “Seguro que comí muy rápido los bizcochitos de grasa con los que acompañé el mate”, pensé mientras miraba la camisa de manga corta a cuadros debajo del suéter.


Ahora que ya pasó todo me pregunto el motivo por el cuál el universo, Dios o como se llame, decidió que ese fuera el último día, que el caliente asfalto fuera lo último que sentí en mi vida. Sí, aquella vida que comenzó hace 67 años en esa misma ciudad de la cual casi nunca salí.


Mientras comenzaba la rutina de recorrer esa loca ciudad, escuchaba la radio, mi otra compañía de día y de noche. Mientras daban el pronóstico de aquel caluroso día que se avecinaba, recordé el comienzo de la película Alma Mía, esa donde el actor Damián De Santo informaba a sus radioescuchas que se avecinaba una jornada de calor “de ese extraño verano en esa extraña ciudad”, pero ese 15 de noviembre de 2023 estaba aún lejos del abrasador verano porteño.


Ahora sé como es esto de morir. Lo sé y no lo sé porque no lo puedo explicar, son una suma de sensaciones. Son tres cosas las que hice antes de ya no ser considerado un ser viviente: compré un paquete de cigarrillos Red Point, le puse nafta al tacho y jugué al Quini 6 aquellos mismos números de toda la vida: 9-3-12-16-31-8. Luego de eso hice dos viajes: uno desde Parque Chacabuco, cerca de mi departamento en el Barrio Simón Bolívar, hasta Villa del Parque; el segundo de Villa Devoto hasta Colegiales; y el tercero, el de la vencida, fue el viaje con el que cerré mi participación en el mundo de los mortales: desde Chacarita hasta Parque Centenario. Que cruel es el destino, pasé frente en donde mi robusto cuerpo descansará.


La joven mujer de lentes oscuros y tacones paró el taxi en la esquina de Federico Lacroze y Álvarez Thomas. “Al Parque Centenario, por favor, a Díaz Vélez al 5000”, me dijo al subirse. Una de las virtudes que tenía era el saber si alguien quería conversar durante el viaje o no. Los taxistas tenemos fama de ser entrometidos cuando no debemos serlo, y lo digo en presente porque creo que por la eternidad voy a llevar el título de ser taxista, y con mucho orgullo.


Mientras manejaba volví a sentir ese malestar, pero ahora de manera más prolongada. Estaba frente a la estación de trenes esperando a que cambie el semáforo para doblar a la avenida Corrientes. Tenía enfrente el cementerio de Chacarita, pero le presté atención al enorme parque que está en la entrada, ese que luego tiene una prolongación y se convierte en el parque Los Andes. Con ese calor terrible había unos chicos jugando al fútbol. Me vino a la memoria cuando a los 10 años jugaba feliz a la pelota en el Parque Chacabuco, eran los últimos años de la década de los 60, era otro país, otra ciudad enormemente distinta a la que es hoy.


Manejaba a una velocidad prudente. Pasamos por debajo de las vías del tren San Martín cuando sentí nuevamente esa molestia extraña, pero esta vez se extendía a casi todo mi cuerpo. “Lo vuelven, vuelven a golpear”, escuchaba en la radio la inconfundible voz de Charly cuando respiré profundamente con la intención de que pasé esa sensación. Comenzaba a sudar frío mientras sentía el viento cálido que venía desde afuera.


Seguía manejando a velocidad media casi lenta. “Se baja esta muchacha y me voy al hospital Durand que está muy cerca”, pensé.  En menos de un minuto esa sensación ya había invadido todo mi cuerpo, estaba sudando muy frío y me comenzaba a marear. Recordé aquella escena de la película Top Gun, esa cuando Cougar, el compañero de Maverick, lo invade el miedo y no puede ni siquiera aterrizar su avión de combate. Quería llegar al destino de la muchacha de la mejor manera posible y sin que se asuste por el trance por el que yo estaba pasando.


El reloj del tablero del taxi marcaba las 10.52 cuando crucé la esquina de la Avenida Corrientes y Luis María Drago, ahí todo se volvió confuso, esas sensaciones estaban a mil por hora y me desvanecí muy lentamente mientras manejaba. La pasajera atinó muy inteligentemente a levantar el freno de emergencia y quedamos estacionados en la esquina de Araoz y Luis María Drago. En mi último intento de aferrarme a la vida, salí del taxi, di dos pasos y caí pesadamente sobre el asfalto caliente.


Gritos y más gritos era lo que escuchaba a lo lejos. Gente que se acercaba y trataba de ayudar. Lo último que vi fue el cielo azul de Buenos Aires con unas enormes nubes. Un hombre intentaba hacerme RCP, la pasajera corrió hasta el cuartel de bomberos que está a dos cuadras donde pasó todo, gente que miraba con curiosidad, algunos otros sacaban sus teléfonos y grababan ese momento.


Los primeros en llegar fueron los policías. Me masajeaban el pecho con mucha fuerza para que mi enorme corazón vuelva a latir, pero ya era muy tarde. 27 minutos después llegó el SAME, el Sistema de Atención Médica de Emergencia, con toda la maquinaria para darme una descarga eléctrica de alto voltaje. Yo para ese entonces veía todo lo que pasaba en varios ángulos, como un estudio de televisión con muchas cámaras apuntando a mi cuerpo y viendo qué era lo que pasaba, o más bien cuál iba a ser el desenlace.


Así pude ver que dos chicas, al parecer turistas, se acercaba con el teléfono en mano y cuando vieron lo que me había ocurrido huyeron espantadas. También pude ver como un hombre que hacía unas reparaciones miraba la escena desde el último piso de un edificio; al igual que dos ancianas que hablaban y decían algo acerca de Dios. Lo curioso es que podía ver lo que pensaba cada uno de los que observaban el trabajo de los médicos y su vano intento de resucitarme.


La calle estaba completamente cerrada. Los médicos iban y venían. Seguían los intervalos de impulsos eléctricos e inyecciones de adrenalina sin resultado alguno. Luego de media hora, el personal de salud cansado y frustrado no les quedó más remedio que certificar la hora de mi muerte.


Mi cuerpo inerte yacía junto a mi taxi.  Hasta el final estuvimos juntos mi querido MEG-758. Los galenos ordenaron a la policía que por un tema de protocolo cubran mi cuerpo hasta que llegue el fiscal y el camión que me trasladaría a la morgue. La gente se lamentaba de mi suerte al ver que alrededor de mi humanidad colocaban una carpa bordo que decía “Policía de la Ciudad”.


Pude escuchar todo lo que decían y pensaban, incluso algunos se aventuraron a señalar que mi deceso era producto de mi sobrepeso. Tal vez no estaban muy alejados de la verdad. Otros dieron gracias a Dios que mi muerte no haya sido mientras que manejaba a velocidad y que pudiera haber chocado a otros autos o atropellado a alguien, algo que hubiera concitado la atención de la prensa.


Los médicos del SAME se marcharon, al igual que los curiosos, y solo quedaron los miembros de la policía que cerraron la calle y custodiaban mi cuerpo que continuaba al lado del taxi.


No, la vieja no vino a verme. Como si lo hubieran sabido, preferí que vaya a reconocer mi cuerpo a la morgue. No soportaría verla ahí, sufriendo con el calor. Ya no quedaba nadie a mi alrededor. De rato en rato, un chico se asomaba desde lo alto de un edificio a ver si yo seguía ahí tirado en la calle calurosa. Podía ver que pensaba: quién era yo, si tenía hijos o nietos, y también reflexionaba sobre eso que también le llegaría en algún momento: la muerte.


La morguera se llevó mi cuerpo cuando el calor comenzaba a mermar. Solo mi cuerpo. Yo me quedé ahí, junto a mi taxi. Habían pasado unas tres horas y ya a nadie le importaba lo que me había pasado. Eran casi las ocho de la noche cuando alguien vino a llevarse el taxi. Vi alejarse ese vehículo del que sabía cada uno de sus recovecos, cada uno de sus defectos; quiero creer que él también me conocía a la perfección a mí y que lamentaba mi amargo final.


Estaba ahí pensando en qué habría pasado si llegaba al hospital Durand, cuando pasó caminando por mi esquina el chico que vivía en lo alto del edificio, ese chico que se preguntaba sobre mi vida. Miró hacia el lugar donde había ocurrido todo, se persignó y pude sentir un pesar muy grande. Que extraño, no me conocía y surgía un sentimiento hacia un tipo que murió en una calle. De todos los que presenciaron mi muerte, él era el único que la recordaba y hablo también en futuro porque aquí donde me encuentro pasado, presente y futuro son uno solo.


Esto es como esa vieja y poco recordada canción de principios de los 80, esa de Suéter, del cantante Miguel Zavaleta. He muerto tan solo hace unas horas, pero parece una eternidad y a la vez no. Acá no hay nada y está todo a la vez. Siento una energía muy fuerte, hay otras igual a mí, pero no puedo comunicarme con ellas.


Comienza el fin de semana, el chico que me recuerda vuelve a pasar por mi esquina, esa donde morí, al parecer fue al supermercado. Camina por Araoz con rumbo a la avenida Corrientes, vuelve la mirada y dudo si puede verme porque mira fijamente hacia donde estoy, o donde tal vez creo estar. Sigue con su trayecto y desaparece. 


Volviendo a esa canción ochentera, quisiera que sea verdad lo de la luz tan tibia que da armonía. Sigo aún sintiendo esa molestia extraña que me condujo a la muerte, aunque comienza a pensar que son espasmos de mi vida terrenal.   

 
 
 

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