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Nadie sale vivo de aquí

  • Foto del escritor: Luis Vilchez
    Luis Vilchez
  • 19 oct 2024
  • 3 Min. de lectura

Son las 8 de la mañana y el sol ilumina por completo la enorme metrópoli a la que casi me vi forzado a regresar hace siete meses. Desde esta enorme pajarera veo la gran ciudad, esa que tanto me maravilló hace casi dos décadas y que hoy me resulta no tan divertida.


Desde que volví a Buenos Aires, me resulta imposible dormir más de seis horas, con las respectivas pausas para ir al baño. Hace unos días vi en un canal de noticias que dormir menos de ocho horas te resta días de vida. Calculo que ya debo estar inmerso en una cuenta regresiva.


Hoy me desperté particularmente más temprano porque tenía que hacer una llamada. Eran las 14 horas en Granada cuando hablé con una persona sobre una propuesta laboral que al final no se concretó. Miré la ciudad por el enorme ventanal y deseé salir eyectado de aquí.


A veces pienso que estoy en una película de esas en las que todos los habitantes de una ciudad están anestesiados, resignados a su suerte, y yo soy el loco que trata de escapar en busca de una vida mejor. Son las 9:17 acá en Buenos Aires y veo en la televisión la noticia de una mujer de 19 años que resultó con graves heridas al caer de un tren en movimiento luego de que un ladrón intentara arrebatarle el celular. La gente seguramente comentará en las redes sociales pidiendo penas más duras para los delincuentes; los más radicales pedirán que los militares vuelvan a sacar los Falcon verdes a las calles, como en la dictadura. En la vida real, nadie hace nada.


La vida del trabajador independiente tiene esas cosas: hay días en los que no hay trabajo. Últimamente, esto se está prolongando más de la cuenta... más de una semana. Sin embargo, aprovecho estos días para hacer trámites que tengo pendientes. Después de un rápido desayuno y una ducha, salgo a la calle. Las personas van y vienen. Bajo al subte. Desde que volví a Buenos Aires noto a la gente triste, dejándose llevar por la corriente; ya no quieren nadar para cambiar su suerte.


Bajé en la renovada estación Pasteur. En uno de los nuevos murales veo un laberinto y a la justicia ciega llorando, siendo guiada por una tortuga. No muy lejos de ella, unas flores con un cartel que dice "Atentado a la AMIA". Es la historia del país: las cosas funcionan lento y muchos quedan en el camino esperando justicia. A muchos se les va la vida esperando "las buenas".


Vuelvo a casa y mi ánimo no es el mejor por la mala nueva que llegó del otro lado del Atlántico. Pasé de la libertad del desierto del norte de Israel a estar de nuevo en la convulsionada Buenos Aires. Sí, ya lo sé, allá en Medio Oriente existía el riesgo de que un misil cayera encima y que tu familia tuviera que armarte como un rompecabezas para meterte en un ataúd. Pero cuando había tensa calma, podías disfrutar los días, saborear la vida. Tal vez muchos no se den cuenta, pero las grandes ciudades te vuelven como robots automatizados.


El día se ha ido, uno más acá. La primavera va tomando fuerza, el polen que vuela por toda la ciudad ha dado paso al calor, ese que va en aumento y que te recuerda que el mar está a cuatro horas de acá. Las noticias, esas que nos han ayudado a formar un callo en nuestra capacidad de asombro, informan que, en San Martín, localidad ubicada a menos de una hora del Obelisco, unos delincuentes en motos despedían a un amigo, también delincuente, y en el camino al cementerio iban disparando, robando y prendiendo fuego. La pizza del viernes sabe igual que otros viernes, y en el noticiero pasan de este hecho delictivo a la nota de la influencer que tiene una paloma como mascota y que se cree perro.


Hay días en los que me siento como Jim Carrey en The Truman Show, sobre todo cuando mi esposa me dice con la serenidad de un monje budista el ya repetido "aquí crecí y viví", sin importar lo que sucede a pocos metros de casa. Veo un desgano monumental en su falta de interés por brindarle nuevamente calidad de vida a sus hijos, en mudarse a una ciudad pequeña, cerca del campo, para que sus hijos puedan sentir nuevamente la hierba bajo sus pies y hacer cosas de niños.


Son las 23:00 y, mientras les doy el beso de buenas noches a mis hijos, la sirena del cuartel de bomberos, que está ubicado a media cuadra de mi casa, nos avisa que están saliendo a atender una emergencia.


Ya en 2007, Attaque 77 decía en su canción Buenos Aires en llamas: "Seguimos creyendo que este es el único sitio para vivir". Han pasado 14 años…

 
 
 

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